miércoles, agosto 4

Una cuestión de orgullo

El bochorno del Mundobasket de Indianapolis 2002 provocó una especie de toque de corneta en el baloncesto estadounidense. En realidad, fue una réplica amortiguada de lo que había sucedido 14 años antes. El “partido de la vergüenza” de Seúl 88, con derrota a manos de la Unión Soviética de Gorbachov y Sabonis, fue aún más devastador. Tamaña afrenta precipitó el nacimiento del Dream Team, la primera gran galaxia y la mayor jamás conocida. Es probable que, aún sin aquella derrota ante la URSS, el Dream Team hubiera acabado formándose igualmente por la creciente profesionalización de los Juegos. Pero, en cualquier caso, el escarmiento de Seúl movilizó a la NBA y a sus estrellas para regocijo del planeta.

Analizado con calma, y finiquitada la Guerra fría, lo de Indianapolis fue aún más vergonzoso. Un equipo plagado de All Stars hincó rodilla sucesivamente ante Argentina, Yugoslavia y España. Impensable antes de comenzar. La preparación para el torneo había sido escasa y demasiado alegre. Se jugaba en casa y con profesionales. Cundía la confianza, y eso se vio reflejado en la cancha. Los americanos parecían tener la mente en otro sitio y ni siquiera ayudó el eterno cenizo de George Karl. Jugadores curtidos y codiciados como Jermaine O´Neal hicieron el más absoluto de los ridículos. La corneta sonó de nuevo: en Atenas debía recuperarse el statu quo.

Y así, otra vez fueron llamados a filas los mejores. Los mejores de los mejores: Tim Duncan, Allen Iverson, Kobe Bryant, Kevin Garnett, Jason Kidd, Kenyon Martin, Karl Malone, Elton Brand, Ray Allen, Jermaine O´Neal (de nuevo) y Tracy McGrady. No se trataba ya de reunir un equipo de plenas garantías, sino una escuadra sin fisuras: potente, elástica, rocosa, inteligente, dura, rápida, elegante... Imbatible. Únicamente Shaquille O´Neal avisó desde el primer momento para que no contaran con él. Sin embargo, a esta nueva secuela del Dream Team se le han ido cayendo poco a poco las estrellas. Antes del Torneo de las Américas de Puerto Rico, el pasado verano, se borraron Garnett, Malone, Brand, McGrady y Bryant (éste último por su aventura sexual, consentida o no, supongo que nunca lo sabremos, en un hotel de Colorado). Allen, Kidd y Martin sí disputaron aquel torneo, pero renunciaron a continuación. En consecuencia, de la nómina original sólo sobreviven Duncan y Iverson, nombrados capitanes del equipo.

Junto a ellos, aterrizarán en Atenas dos talentos incuestionables aunque con dificultades para asentarse: Lamar Odom y Stephon Marbury, así como un superviviente de Indianapolis, Shawn Marion. Lo asombroso es que entre los otros siete jugadores tan sólo suman diez temporadas de experiencia en la NBA: Richard Jefferson (3), Amaré Stoudemire (2), Carlos Boozer (2), Carmelo Anthony (1), LeBron James (1), Dwyane Wade (1) y un recién drafteado, Emeka Okafor, que jugará en los nuevos Charlotte Bobcats. Si nos remitimos al proyecto original, suena a poca cosa.

Total, que la medalla de oro que parecía adjudicada hace dos años habrá que sudarla. Con todo, Estados Unidos es mi favorito por tantos motivos como cualidades pueden distinguir a un jugador de baloncesto: sus jugadores son capaces de mejorar a cualquier rival en cualquier faceta del juego, especialmente en defensa. Si rinden al cien por cien, el oro es suyo. Si no, si están en Atenas pero no están, si descuidan su trabajo, si las estrellitas se pelean, cualquiera de los europeos (España, Italia, Grecia, Yugoslavia o Lituania) o Argentina pueden darle un disgusto. Y supongo que en Estados Unidos, David Stern el primero, no están por la labor de lamentar más “partidos de la vergüenza”. No hace falta explicar cómo se siente en aquel país el orgullo. Aunque ya no haya comunistas en la costa.